Heridas que sólo Dios puede sanar

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Heridas que sólo Dios puede sanar

Si no interpretamos mal las sagradas escrituras, la respuesta es que las enfermedades no todas tiene el mismo origen, ya sea por desorden alimenticio, mala higiene, accidentes, descuido, influencia demoníaca, entre otros. Hoy hablaremos de las heridas que sólo Dios puede sanar.

De manera que el Espíritu Santo nos da la guía necesaria para tratar los casos según sea su origen, para eso él nos dota con el discernimiento de espíritu. Heridas que sólo Dios puede sanar.

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Pero hay otras enfermedades que no se ven y que solo Dios puede sanar, estas pueden acabar con una persona, una familia y dañar a una iglesia.

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«El es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias». Salmos 103:3.

Dolencias del alma, estas son producidas por heridas muy profundas, tales como el orgullo, el odio, la amargura.

No hay consejos, no hay terapias de parejas, no hay medicina humana que pueda hacer algo.

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El tratamiento es doloroso, pero hay que tomar la decisión, se continua sufriendo o se le muestra la herida al Señor.

«Entonces dijo a aquel hombre: —Extiende tu mano. El la extendió, y su mano fue restaurada sana como la otra». Mateo 12:13.

«El sana a los quebrantados de corazón, Y venda sus heridas». Salmos 147:3.

Hay casos que se combinan

«Después de esto había una fiesta de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. En Jerusalén, junto a la puerta de las Ovejas, hay un estanque con cinco pórticos que en hebreo se llama Betesda. En ellos yacía una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos que esperaban el movimiento del agua. Porque un ángel del Señor descendía en ciertos tiempos en el estanque y agitaba el agua.

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Por tanto, el primero que entró después del movimiento del agua fue sanado de cualquier enfermedad que tuviera. Se encontraba allí cierto hombre que había estado enfermo durante treinta y ocho años.

Cuando Jesús lo vio tendido y supo que ya había pasado tanto tiempo así, le preguntó: —¿Quieres ser sano? Le respondió el enfermo: —Señor, no tengo a nadie que me meta en el estanque cuando el agua es agitada; y mientras me muevo yo, otro desciende antes que yo. Jesús le dijo: —Levántate, toma tu cama y anda». Juan 5:1-8.

Por: Eduardo Cuadros

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